Es grasa decir "grasa". Ahora se dice "kitsch".
Si el trompe l’oeil era el arte menor que engañaba, el kitsch —ese sucedáneo industrial del arte— se da por satisfecho con mentir. Filosóficamente pragmatista, moralmente hipócrita, el kitsch no es ni parece nada: sólo “hace de cuenta que...”. El kitsch no copia ni representa ni crea ilusión: su especialidad es la imitación. El kitsch es la locura de la materia. La realidad virtual es su utopía técnica. El kitsch tendría la voluptuosidad de la alucinación si no fingiera hasta eso. Melancolía del kitsch: el fantasma de la belleza inalcanzable de un original esplende, lunar, en el aura menor del merchandising. Desde Poe hasta Jurassic Park, el kitsch termina entristeciendo a los niños: los cuervos no hablan, los dinosaurios no existen. Un pequeño monstruo de plástico no alcanza a compensar el vacío de la inmensa ausencia del mito real. “Nevermore, nevermore”, resuena el canto monótono de la industria en el excedente por sobre lo funcional, en el resto de sentido, en el rasgo pseudoartístico que hace de una mera mercancía seriada un objeto kitsch.
Fragmento de mi nota "Color piel", publicada en El Ciudadano (Rosario) el 23 de marzo de 1999
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