Un Hyundai color mercurio
El tipo ha estacionado en doble fila y a mitad de cuadra su Hyundai plateado tamaño jeep de combate recién salido de la concesionaria. Habla por un minicelular que casi desaparece entre sus dedos gruesos. Cuando vuelvo del kiosco, le ha pasado el celular a la mujer que está sentada junto a él en el auto, o como se llame ese vehículo gigantesco que ocupa gran parte de la calzada, justo frente a mi casa.
Termino el sandwich de miga que me compré, y cuando trato de pedir más comida por teléfono, me doy cuenta de que dejé conectado el server. Lo desconecto, llamo a la rotisería y me entero de que es demasiado tarde para pedir comida. Salgo a comprar fiambre y pan para hacer más sandwiches, y me encuentro precisamente con eso que hubiera preferido no salir para no tener que volver a ver: el Hyundai, vacío, frenado, en doble fila, puesto ahí con una prepotencia que -según intuyo- comparte una tozudez común con la crueldad de cualquier torturador. Me alegro de no tener auto, de no tenerlo estacionado frente a mi casa, de no tener que sacarlo justo ahora. Me alegro de que me haya sido ahorrada semejante pesadilla: la de tener que pelear, sin aflojar, contra un tipo que por fin logró hacer plata, que de pronto tiene poder y que se siente impune, amparado internamente -como debe de estarlo- en la ausencia de culpa producto de la súbita coherencia entre su yo ideal y su yo real.
Vuelvo de la granjita con mi pan y mi fiambre y el Hyundai ha desaparecido. La calle está silenciosa sin su espejismo terrible del color del mercurio.
<< Home