Charleville o París
Hace unos meses, escribí esto:
"Es posible que al escritor provinciano su época no se lo encuentre nunca.
Es posible que el camino hasta su propia época sea tan largo que al escritor provinciano la vida no le alcance.
En provincia, quien escribe no solamente escribe: encripta. Acumula signos que duren miles de años para enviar en la nave hasta el próximo universo. Burila su escritura jeroglífica, ese código que quienes miran –sus vecinos– no entienden, y la lanza allá, al futuro, a ese futuro que está siendo ahora mismo allá, en la metrópoli, en ese otro lugar donde él no nació.
El escritor provinciano escribe para el futuro: es absolutamente moderno, es visionario. Sabe que los lectores le llegarán tarde. El escritor provinciano escribe para la eternidad: es absolutamente clásico, es griego antiguo. La suya es una escritura póstuma de antemano... Pero además está el Libro. Su libro no es sólo un libro: es su doble mágico. Su libro es un yo angélico que el escritor provinciano se amasa con los materiales cósmicos del idioma y donde deja las huellas digitales de su estilo para alegría de los lectores que vendrán.
El escritor provinciano confía en su estilo. Confía, además, en el gusto del crítico partisano. Esa Antígona, el crítico, llevará su cadáver –su cadáver literario, sus manuscritos– a donde corresponde: fuera del alcance de los impíos buitres, a través de los pórticos, al centro de la ciudad...".
O no.
Nunca se sabe.
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