saurios y saltimbanquis
Pocas amistades son de una calidad tal como para producir experiencia, es decir: tiempo presente.
Si es verdad que existe una experiencia poética, o una epifanía, o una experiencia de lo maravilloso o como se llame, y si es verdad que esta es provocada por un acontecimiento, entonces la posibilidad de tal acontecimiento (al igual que toda otra posibilidad genuinamente humana) es la intersubjetividad del amor, que incluye a la amistad. A la amistad, mutua redención de doble mano: al amor narcisista por quien uno desearía ser o haber sido o seguir siendo, volcado en otro, en un igual.
Iba yo ayer caminando por mi barrio con una de esas raras amigas, Ivana (detalle casual: yo soy tocaya de su analista y ella, de mi médico alergista; detalle no tan casual: ella es periodista y me entrevistó con un respeto tan grande que no sólo no publicó nada que me resultara inconveniente según la lógica de que el pez por la boca muere, como lo hubiera hecho un enemigo, sino que vino a casa a traerme la nota publicada)... Íbamos, decía, por calle Córdoba rumbo al kiosco de Cafferata y Córdoba, ya que habíamos decidido comprar el Página/12 y a esa hora, en que ya había atardecido, el kiosco cercano a la estación terminal de ómnibus era una de las pocas posibilidades.
Por el camino vimos dos escenas maravillosas.
La primera, un antiguo colectivo de línea que había sido cortado por la mitad y convertido en grúa. Yo dije que ese era el auténtico rosarinosaurio, re heavy metal con sus cadenas de metal pesado. Un "colectivo-grúa", pensé; un verdadero centauro del mundo vehicular. Ivana, atenta a la sutileza de las cualidades y cuyo estilo por consiguiente se basa más en el adjetivo que en el sustantivo, señaló que era a la vez sólido y precario.
Segunda señal del cielo de que me tengo que comprar una cámara digital: la malabarista de las antorchas, joven, bella, ensimismada, vestida de negro y tachas plateadas y jugando literalmente con fuego, haciendo su número en la esquina de Veramujica y Córdoba, donde empieza la plaza. Nos encantó. "Es tan ella, está tan serenamente sola..." , balbuceábamos.
Seguimos viaje, compramos dos diarios y nos despedimos. Ivana fue a su colectivo y a su casa y yo a casa, previa escala en el Mac. A la vuelta, vi de nuevo a la malabarista: llevaba de la mano a su hijita bajo los pinos de la plaza en la noche primaveral, y su marido malabarista la relevaba entre los autos y el olor a nafta típico de los artistas callejeros de las antorchas. Una verdadera familia de saltimbanquis.
También volví a ver al rosarinosaurio. Posaba junto a él, para la foto que jamás saqué (ay, esa era LA foto...), el auténtico linyera del barrio: con orgullo profesional, lo cuidaba, y en su frente alta llevaba un grasiento gorrito del supermercado Disco. No sé cómo se llama ese vecino, que vive en la calle con su perro negro, su barba encanecida y sus cosas en un changuito, y es el guardián de los autos y de los centauros.
Y ninguno de los dos estaba más cuando volví a pasar, ya de noche.
Cada poema es la huella de una foto invisible y este post es la huella de dos poemas que no escribí.
A Ivana.
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