el blog de un dinosaurio rosarino que escribe novelas disfuncionales, salvajes e imposibles de conseguir

Thursday, October 07, 2004

Un Hyundai color mercurio (reloaded)

Cada vez que salgo a la calle, es como si entrara en combate.
Sobre todo si es primavera, si brilla el sol, si son las tres de la tarde y si tengo un apetito descomunal.
A las tres ya han cerrado los tres negocios de comida de la vereda de enfrente (la panadería, la pollería y el kiosco de Sarita) y tampoco está abierta la verdulería de mi cuadra. Si los plazos de entrega del proyecto aprietan y ando con poco tiempo para llegarme a la granjita de la vuelta, me salvan los Miga Miga del kiosco de la esquina de Santa Fe y Suipacha, frente al hospital psiquiátrico. O el delivery de la rotisería, que a veces es la única forma de percatarme de que dejé conectado, por error, el server de mi PC. Es un barrio extraño, sutilmente hostil: a la farmacia de la otra esquina, la de Suipacha y Córdoba, la apodé "Farmacia Hobbes" porque nunca instalaron uno de esos dispositivos de plástico que dan números y así es como sus clientes se encuentran siempre en estado de naturaleza, luchando por ser atendidos y lográndolo siempre el más sano, el más rápido y el más fuerte, como si jamás hubiera habido (y es que no lo hubo: la farmacia de mi barrio es la prueba) nada parecido a un contrato social. También podría llamarla Farmacia Darwin y confiar en que genere algún cambio evolutivo al cabo de un millón de años. Después de todo es una farmacia, donde los que no logran ser atendidos mueren.
En cuanto al kiosco de la otra esquina, ya aprendí que tengo que ir con el cambio justo, dirigirme a la heladerita que está al fondo junto al mostrador como si estuviera en la casa de mi mamá pero en la casa de mamá hace veinte años, tomar mi sandwich (invariablemente un Miga Miga de jamón, queso, huevo y tomate: la combinación justa de hierro, calcio y vitamina C), y, girando con decisión hacia la derecha, saludar al empleado y pagarle. Si no procedo a esa velocidad, me gana de mano alguna estudiante de Medicina, con mejores reflejos... Hay 10.000 estudiantes de Medicina en este barrio, de febrero a diciembre; la Facultad de Medicina queda a una cuadra. Y el desprecio de sus jóvenes estudiantes por cualquier vecina del barrio cuya edad supere los 30 supera a su vez todo lo conocido en materia de desprecio entre seres humanos.
Por eso espero hasta las tres, hora en que no hay nadie. Sólo merodean algunos mendigos y algunos pacientes del hospital psiquiátrico. El sol los pone contentos. Su alegría se parece a ciertas canciones de Syd Barrett. Los mendigos que no son del hospital psiquiátrico dicen serlo. Parece que eso les da una sensación de status. Los del hospital psiquiátrico han aprendido la jerga institucional y la hablan como si no conocieran ningún otro lenguaje. De hecho no conocen ningún otro; o, si tenían otro lenguaje, lo han olvidado. "¡Doctora, doctora!" te encaran. Me da pena por ellos, pero me tranquiliza saber que no me confunden con una paciente del hospital. El día que eso suceda, no salgo más.
Salgo. ¡Sorpresa! Indestructible como una epifanía, hay un Hyundai color mercurio en medio de la calle.
El tipo ha estacionado en doble fila y a mitad de cuadra su Hyundai plateado tamaño jeep de combate recién salido de la concesionaria. Habla por un minicelular que casi desaparece entre sus dedos gruesos. Sus dedos son de color marrón oscuro. Ese es el color de su cara, el que aquí llaman negro. Cuando vuelvo del kiosco, le ha pasado el celular a la mujer que está sentada junto a él en el auto, o como se llame ese vehículo gigantesco que ocupa gran parte de la calzada, justo frente a mi casa.
Paso de largo lo más rápido posible, abro la puerta de calle, abro la cancel, me siento a la mesa, arranco la tira plástica de la caja de plástico y devoro el sandwich en mi bunker. Cuando trato de pedir más comida por teléfono, me doy cuenta de que dejé conectado el server en mi PC. Lo desconecto, llamo a la rotisería y me entero de que es demasiado tarde para pedir comida.
Salgo a comprar fiambre y pan para hacer más sandwiches, y me encuentro precisamente con eso que hubiera preferido no salir para no tener que volver a ver: el Hyundai, vacío, frenado, en doble fila, puesto ahí con una prepotencia que -según intuyo- comparte una tozudez común con la crueldad de cualquier torturador. Recuerdo mi juventud, mi sentimiento de culpa por no tener dinero, mi costumbre de gastar en honorarios de psicoanalistas lo poco que conseguía, mi mejor amigo en Buenos Aires pronunciando una cita de Scott Fitzgerald: "El dinero ha ido a parar a las manos equivocadas". Me alegro de no tener auto, de no tenerlo estacionado frente a mi casa, de no tener que sacarlo justo ahora. Me alegro de que me haya sido ahorrada semejante pesadilla: la de tener que pelear, sin aflojar, contra un tipo que por fin logró hacer plata. Se me ocurre que tal vez ha sido muy pobre de chico. ¿Pero cómo saberlo? A esa distancia y adentro de su auto sólo era un personaje para un cuento. Cuando lo vi, me imaginé lo que habría sufrido, despreciado por su color por los chicos de mi color, el que aquí llaman blanco: ¿no podía leerse su infracción como un desafío y una revancha?
Al calcular las ventajas estratégicas del conductor del Hyundai en caso de conflicto, me dio terror pensar que mis chances de ganar eran nulas. Hubiera tenido que enfrentarme con alguien evidentemente pagado de sí mismo, quizás resentido, que encima justo tenía aquello que yo debía conquistar y no obtuve. Iban a ser 3 contra 1: él, su mujer y mi superyó contra mí. Me sigue aterrando imaginar esa derrota: imaginarme ese dedo grueso y oscuro señalándome primero a mí y luego en la dirección del hospital psiquiátrico. Asistido por la razón de manera infalible, él que cumplió, que lo logró, que lo hizo, que de pronto tiene poder y que se siente impune, amparado internamente -como debe de estarlo- en la ausencia de culpa producto de la súbita coherencia entre su yo ideal y su yo real.
Ya pasó, ya pasó. En dos semanas cobro y me mudo de este barrio espantoso. Me anotaré en un gimnasio. Seré flaca. Seré fuerte. Seré rica. Tendré tiempo. Iré al río. Tomaré sol. Pareceré joven. Viviré lejos de los manicomios y de los estudiantes de Medicina. Me curaré de mis achaques, pero para comprar los remedios solamente iré a farmacias que tengan esa cosa de plástico para dar números.
Vuelvo de la granjita con mi pan y mi fiambre y el Hyundai ha desaparecido.
La calle está silenciosa sin su espejismo terrible del color del mercurio.