por Beatriz Vignoli
¿Es normal eso blanco? le pregunté. Es el corazón, dijo.
Una nada, un vacío le fijaba los ojos en lo negro de la placa radiográfica. Y se quedó mirando esa especie de test Rorschach en tinta china, esa gran mariposa negrísima, con una fascinación que empezó a resultarme preocupante.
Mis pulmones.
¿Ha bajado mucho de peso últimamente? Seis kilos en dos semanas, dije, con un orgullo que su expresión enseguida me reveló inútil. Quise descifrar esa cara, pero ya no me miraba. Ya se había puesto a garrapatear recetas y órdenes de estudios con maníaco entusiasmo. Como si quisiera curarse de haber mirado el vacío.
¿Qué había visto? No lo suficiente, dijo. Quería ver mis placas anteriores. Quería saber. Mi existencia misma parecía interesarle. ¿Sigue el cansancio, aquel de la primera crisis asmática, la de 1947? Sí, sigue, dije.
A lo mejor se extrañaba de verme ahí, de que hubiese durado. Era un testigo de mi duración. Como si mi carnadura le resultara demasiado densa. Como si ante él se hubiera vuelto repentinamente sólido un fantasma.
Balbuceé una pregunta. Balbuceó una respuesta. En las dos frases abundaron palabras como "quizás", "algo". Salí a la calle con la sensación de que el tiempo realmente era oro, y la vida un caso raro.
Cuando volví, me preguntó cómo había estado. Le importaba mi existencia, realmente. Hacía mucho que a nadie parecía importarle. Me preguntó dónde vivía, dónde trabajaba. Le dije que en un incinerador.
"Ajá", dijo. Estaba tan sorprendido que no podía dejar de mirarme. Me miraba con un interés humano, con una mirada que yo ya no esperaba de nadie. Los iris de sus ojos eran tan claros como los míos y casi tan claros como lo blanco de la placa.
"Soy incinerador", dije. "En el crematorio del cementerio municipal", me apresuré a aclarar. Me preguntó desde cuándo. Le dije que desde 1947, o 1948, desde que salí del hospital. Había estado tres años en el hospital, como paciente psiquiátrico, después del campo.
¿Y nunca le hicieron una radiografía de tórax?
Primero le aseguré que no, después dije que no me acordaba. Me resistía a admitir que posiblemente hubieran habido placas y yo mismo las hubiera lavado con cloro para fabricar stenciles de acetato. Eran para mi laborterapia de pintura decorativa. Laborterapia: alguien en el hospital supuso que todos los males que uno se había agarrado trabajando como esclavo en el campo, se curaban trabajando, también gratis. Había que salir de la depresión, eso decían. Se suponía que todo el problema era que uno tenía una gran depresión. Como si ya no quedaran cuerpos, sólo almas. Almas leves, mecánicas. Manipulables.
Hasta ahí los malos médicos. Pero este era bueno. Yo me alegraba de haber podido costearlo. Se suponia que yo ya había salido de mi depresión y que apenas si tenía un problema de cansancio; fue por entonces que un antiguo condiscípulo del Liceo me llamó y me dijo que me necesitaba para hacer unas traducciones. Las hice de noche, luego de volver del trabajo y cenar algo y dormir hasta medianoche; para molestia de mi casera, trabajé una semana entre las doce y las tres de la madrugada. Un trabajo de verdad, bien pagado. Y lo terminé y me agarró esta tos.
Me preguntó si fumaba. Le dije que no. Le dije la verdad.
"Respire hondo", dijo. Me auscultaba. Mi espalda era una fuente de sonidos, una gaita. Algo digno de estudio. Luego de auscultarme y de escuchar atentemente cada una de mis respuestas a una cuidadosamente formulada serie de preguntas, me habló del test alérgico. Llevaba diez minutos. Costaba una libra. Yo tenía diez libras en mi bolsillo, además de lo del banco. Ahora yo era más rico de lo que había sido en los últimos veinticinco o treinta años.
Decidí hacerme el test de inmediato. Consistía en unas gotas traslúcidas y unas marcas en tinta lavable y unos leves pinchazos, y esperar. Mientras esperaba, fuera del consultorio, releí un pasaje de Heine.
Me había parecido más bello en la última lectura, en el hospital, seis años atrás. Me habían parecido hermosas las palabras del poeta sobre ese fondo de desolación: las camas, los restos de seres olvidados. Ahora, entre la decoración burguesa de la sala de espera, con el estómago lleno, tosiendo pero bien atendido y bien cuidado, me parecía que el bueno del poeta se estaba perdiendo algo.
Como siempre me sucede en todas las salas de espera, me sobresalté al oír mi apellido. Aunque me estuviera llamando mi buen médico, no podía evitar sobresaltarme al oír pronunciar mi apellido en un tono profesional, impersonal.
Guardé el libro de Heine. Entré. Leyó algo en mi brazo: dos ronchas.
"Cenizas", dijo.
Resulté ser alérgico a las cenizas. No me atreví a contarle que el incinerador había sido mi lugar de trabajo en el campo. Me tocó quemar fotos, montañas de fotos. De mi abuelita, de mi madre, de mis tíos, de mis antepasados. Seres queridos muertos hacía mucho tiempo, o recién asesinados. Y cuadernos. Y cartas. Trazos de tinta íntimos como caricias, intensos como voces; palabras imposibles de memorizar.
Siguió haciendo anotaciones, esta vez en una ficha. Mi historia clínica. Mientras escribía, en una caligrafía desmañada pero bastante clara, iba leyendo en voz alta sus propias palabras. "Vías respiratorias muy irritadas", apuntó. No le conté que trabajando en el incinerador del campo adquirí el hábito de inhalar las cenizas. Las aspiraba hondo, a esa especie de azúcar impalpable gris que era la sombra de las sombras de los que amaba. ¿Acaso eso me estaba matando?
No me anticipó ningún diagnóstico. Quedamos en que volvería en una semana. Nos despedimos hasta entonces.
Me llevé todos los pequeños papeles que me dio al salir, y los guardé con amor en el libro de Heine.
(a Paul Celan. A Esteban Jáimez, a Mariana Brebbia, a Adolfo Trumper. A Luis Blotta. Al Dr. Molinari).